Roberto
Baschetti

Soibelman, Guillermo Mario

“José”. “Marcos”. Nacido el 13 de junio de 1952 en La Plata. Comenzó su militancia en el Grupo Universitario Socialista (GUS), pero luego abrazó la causa peronista y para el ’75 ya era un aguerrido cuadro de la Juventud Universitaria Peronista (JUP), en la Facultad de Ciencias Económicas platense. Realizó sus estudios secundarios en el Colegio Nacional de la UNLP y en calidad de egresado trabajó como preceptor en ese establecimiento. El 30 de noviembre de 1978 la patota militar cae en su vivienda de la calle Lacar en la localidad de Gregorio de Laferrére en la provincia de Buenos Aires, a eso de las 7 de la tarde. Guillermo era subteniente de la estructura militar de la Columna Oeste de Montoneros. Resiste sólo poniendo a distancia a la patota que va a buscarlo sedienta de sangre. Ya sin proyectiles, para no caer con vida ingiere la pastilla de cianuro. Su amigo y compañero de organización, Jorge Pastor Asuaje, nos brinda una semblanza de “El Gusano” Soibelman, ya que así le decían sus compañeros, por su procedencia del grupo de izquierda GUS antes mencionado. “No me gustaba su aspecto. Tenía el pelo lacio y muy largo con raya al medio, como las mujeres y se lo recogía detrás de las orejas; como los hippies y los músicos de rock ingleses. Pero escuchándolo hablar le tomé aprecio enseguida. Era terriblemente cáustico y gracioso. Había estado viviendo un tiempo en Israel y había regresado espantado de las costumbres y los ritos de los judíos ortodoxos, que contaba con ademanes ampulosos en un estilo bien porteño. Pero no renegaba solamente de su judaísmo, renegaba simplemente de todo. Tenía una agudeza terrible para la crítica, pero era tan sincero que era imposible dejar de quererlo. Como yo conocía a algunos militantes de su agrupación a través de Yiyo y de Hugo, me sumé a la comitiva que acompañó a los novios hasta una sinagoga o algo parecido por el lado de 10 y 60. No eran muy comunes los casamientos formales en esa época, ni por civil ni por iglesia ni por sinagoga, ni por nada. Pero la novia se le había plantado y había que cumplir. Más adelante en el tiempo, en los días del exilio, cada vez que los diarios traían noticias del Medio Oriente, yo pensaba en Hanna, porque pensaba en Guillermo. Y pensaba en el sol bíblico de Palestina cubriendo los desiertos inmemoriales, alumbrando la vida y la muerte desde lo más alto de la eternidad ¿Lo encontrará en la arena y en el aire del desierto de Gaza o en las sombras borrascosas del Golán? ¿Se citarán en los crepúsculos de Tiro o en los amaneceres bruñidos del Jordán? ¿Se le aparecerá en las flores de un olivo o en las espinas de una rosa de Bagdad? Y sentía envidia de los guerrilleros palestinos y de los soldados judíos, que podían matar y morir bajo un sol inmutable, que podían volver a sus casas coronados de gloria o envueltos en una bandera. Pero nunca morirían solos, como murió Guillermo, siempre estaría un pueblo alrededor de ellos para acompañarlos y para hacer sentir que están combatiendo y muriendo por él. Cuentan que Guillermo resistió como un héroe y combatió como un titán, con la grandeza de los humildes, con la decisión de los convencidos. Así cayó la mitad o menos de su cuerpo y de su vida. El resto se lo llevó Hanna, para inmortalizarlo en las arenas del Sinaí y en las aguas del Jordán. El resto anda flotando por el mundo en la sonrisa de los irónicos, en la sencillez de los ingenuos y en el ingenio de los ingeniosos. El resto anda flotando por esa esquina de diagonal ochenta, donde vivió sus mejores días, donde el recuerdo de su vida está en las veredas y en los árboles, en los balcones y en los viejos zaguanes, contagiando el aire que respiran los estudiantes para meterles en la sangre el bichito de la rebelión y la alegría”.