Roberto
Baschetti

Chiesa, Alcides

Nació el 16 de enero de 1948 en Quilmes. El 15 de octubre de 1977 a las 18 horas, diez tipos armados, rodearon la casa de sus padres en Quilmes Oeste. Allí estaban, además: él, su esposa Norma y su abuela. Con una estratagema se lo llevaron sin que su familia se percatara del hecho. Alcides en los ’70 militaba en Juventud Peronista. Con tan solo 17 años ya concurría a las villas de Solano, brindaba apoyo y entretenimientos a sus pobladores para que sus vidas fueran menos angustiantes, sobresalía en la organización de festivales de teatro y la proyección de películas como “La Hora de los Hornos” y “Perón, actualización política y doctrinaria para la toma del poder”, aprovechando que era alumno del Instituto Nacional de Cine. También se daba tiempo para estudiar Ciencias Económicas en la Universidad de Buenos Aires (UBA) y trabajaba como inspector en la Municipalidad de Quilmes. Cuando lo fueron a buscar “los indeseables” a su hogar, iban con una precisa: Alcides era responsable de una imprenta clandestina y en la misma se editaba la revista “Evita Montonera”. Lo llevaron al CCD “Pozo de Quilmes”, lo desnudaron, lo tiraron sobre un elástico y lo picanearon durante toda la noche. Su mujer y su padre también fueron secuestrados ese día y más tarde liberados. En el libro “Quilmes, la Brigada que fue Pozo” puede leerse: “Alcides se armó de un esquema del que no se despegó durante los 7 meses que estuvo adentro. Armó un verso para contarles a los represores en el interrogatorio. Ellos creían firmemente que si en la tortura no decís nada es porque vos no tenés nada para decir. Alcides cree que eso lo salvó. ‘No pisarse, ser más veloz que ellos’. Qué decir, qué no decir, en su cabeza tenía metido eso. Una vez, en medio de una sesión de tortura llegó una pizza. La patota dejó de torturarlo y ahí mismo, en ese espacio cerrado, con olor a carne quemada, excrementos y orina empezaron a comer. Para la Navidad de 1977, algo diferente sucedió. La patota no estaba y pudieron hablarse entre los compañeros y compañeras de los tres pisos del Pozo de Quilmes. ‘Tenemos que aparecernos’, pensó Alcides. Y gritó su nombre y su dirección: ‘Había que dejar ese absurdo de llamarse por los nombres de guerra’. La idea era que los que salían en libertad informaran a las familias de los que quedaban. ‘Empecemos a decirnos los nombres. Tenemos que aparecernos’, gritó Alcides. ‘Todos seguíamos en la clandestinidad y había que luchar contra eso, dejar de ser el Polaco, Tucho, El Alemán. Con nuestros nombres, fuimos seres humanos nuevamente’. Esa noche también hicieron un programa de radio, contaron cuentos y cantaron canciones. Fue una posibilidad única en el Pozo para crear, inventar historias, usar la imaginación. Había un policía a quien llamaban ‘El Tío’, que hizo las veces de correo entre las parejas. Llevó y trajo papelitos con mensajes, repartió pedacitos de turrón y les dio cigarrillos. Eso lo hizo por su cuenta y a Alcides lo conmovió. Un poco de humanidad se coló esa noche de Navidad en el Pozo. Era también ‘El Tío’ quien juntaba a las parejas en las celdas cuando no había nadie. ‘Un personaje especial, el único ser humano’, lo define Alcides. Fue ese policía quien lo ayudó a curar su pie. Se le había infectado por la tortura y ‘El Tío’ le llevaba a la noche un balde agua y sal gruesa. Esa misma infección se la había visto antes Bergés –‘siempre peinado con gomina, para atrás el pelo negro’- y le dio unas pastillas que a Alcides lo hacían descomponer y vomitar. Dejó de tomarlas. ‘La mirada fría de Bergés, que te mira como una cosa, nunca la voy a olvidar. Sentís que ese tipo te puede matar sin ningún problema’. Durante el verano Alcides había escuchado a una familia jugando con hijos. ‘¿Cómo ellos no escuchaban nuestros gritos?’, se preguntaba. En una oportunidad, escuchó a un represor decir: ‘El de enfrente se quejó de que hacemos los traslados a la vista. A este metélo bien abajo porque dijo que veía a los secuestrados’. El 3 de mayo lo llevaron al cementerio de Avellaneda y le sacaron la venda de los ojos. ‘Acá te vamos a enterrar’, le dijeron. Pero el destino siguiente fue la comisaría de Villa Echenagucía, donde estuvo 15 días desnudo en pleno invierno casi sin comer ni beber. Logró que le dieran agua a cambio de escribir cartas de amor a las novias de los policías. Muro de por medio, le enseñó a jugar al ajedrez a Alcira Ríos, una prisionera dela celda contigua. Y ella le enseñó francés. Muchos años más tarde se volvieron a ver en España. Alcira ya era abogada de Abuelas de Plaza de Mayo. El 29 de diciembre, casi un año después, lo llevaron a la Unidad 9 de La Plata. Le dieron libertad vigilada el 21 de julio de 1981. Con 30 años, treinta kilos menos, barba y pelo larguísimo, lo llevaron a la oficina y lo raparon. Estuvo ahí hasta que se hizo de noche. Cuando salió del penal corrió hacia la izquierda y vio a su padre, a su madre y a Norma, que estaban esperándolo desde la mañana. Su vida se había paralizado en el momento mismo que lo secuestraron. Cuando llegó a su casa confirmó su victoria. ‘Les gané’, dijo”. El 29 de enero de 1982, por decreto 225, terminó su situación de detenido a disposición del Poder Ejecutivo Nacional (PEN). Marchó al exilio. Fue director y guionista cinematográfico. De regreso a la Argentina siguió dirigiendo películas documentales y de ficciones. Falleció el 10 de abril de 2017, a los 69 años, lleno de proyectos a cuestas.