Roberto
Baschetti

Díaz, Víctor Hugo

Vivía con su madre, su abuela y seis hermanos en Villa España, localidad del partido de Berazategui (provincia de Buenos Aires), en la calle Covadonga 5357. Era militante de Juventud Peronista (JP) y Montoneros. Fue secuestrado en los primeros días de febrero de 1977 a la edad de 23 años. Le atan las manos atrás, le ponen una capucha y lo encierran en el baúl de un auto. Ingresan a un lugar cerrado donde lo dejan en slip y le preguntan que nivel tenía en la organización, los nombres de sus compañeros y sobre todo el de su responsable. Al no recibir respuesta alguna lo empiezan a torturar con pasajes de corriente eléctrica. Sigue sin dar nombres. Para ganar tiempo luego de horas de padecimiento finge un desmayo tan prolongado que parece estar muerto. Los torturadores se van y dejan uno solo a su cuidado. “Se acerca, me ata las manos y me tapa con una frazada. Yo estaba con los ojos vendados fuertemente con cinta adhesiva y con las manos atadas apoyadas en el pecho. Pasa unos minutos y esta persona enciende un cigarrillo, camina, se sienta y más tarde comienzo a escuchar ronquidos. Muy lentamente, subo las manos a la cara y levanto la venda. Lo puedo ver a unos 4 ó 5 metros de mi cama. Tenía una pistola 9 milímetros sobre sus rodillas. La habitación era muy grande y casi no había nada, un escritorio y dos sillones. (…) Supe que no iba a tener otra oportunidad para la fuga, que ese era el momento. Estaba decidido a irme”. Despaciosamente, Díaz se desató las manos con ayuda de sus dientes, se subió las vendas de los ojos y corrió la frazada. El catre hacía chillidos cuando se movía para liberarse, pero siguió adelante. Tenía dudas que al pararse sus pies lo aguantasen, luego de estar tanto tiempo atados, ya que le dolían mucho. Estaban llagados por la cuerda y con la circulación sanguínea casi cortada. Vio un caño de 20 o 30 cm apoyado en el suelo. Lo iba a usar como cachiporra. “Bajé, caminé unos metros, agarré el caño y con toda la fuerza que tenía, se lo partí en la cabeza”. El sujeto dormido cayó del sillón. “Tomo el arma y apuntándole le digo ¿Dónde estoy? Aturdido por el golpe y muy asustado porque le chorreaba sangre de la cabeza, me pidió por favor que no lo matara. Al insistir con mi pregunta, me dice: estás en el Regimiento 3 de La Tablada, pero no me mates”. Se viste el compañero Díaz, se pone arriba la camisa militar del custodio y ve que la puerta estaba entreabierta y había estacionado un Renault 12 azul, seguramente de la persona que lo custodiaba. Sale con el arma amartillada del lugar por si se cruzaba con alguien, pero no había nadie (luego sabe que era alrededor de las 6 de la mañana) y enfila para el lado del camino de cintura, cruza un zanjón, trepa un alambrado perimetral con alambres de púa y….la libertad. Un repartidor de lácteos de “La Serenísima” lo orienta para donde escapar y un portero de los monobloques le da otra ropa. Llega a la estación de FF.CC. de “José Ingenieros” y como el tren no viene le pide monedas a un parroquiano del lugar y se toma un colectivo. Llega a Plaza Once. Vuelve a Berazategui y se esconde en la casa de unos compañeros. A estos les entrega la documentación del represor que venía en un bolsillo de la camisa verde oliva, era una cédula militar a nombre del capitán de Ejército Alberto Juan (Juan como apellido). Ocho meses más tarde, el viernes 28 de octubre de 1977, nuevamente salva su vida cuando Enrique Horacio Sapag (ver su registro) enfrenta una patrulla militar en tanto ambos cruzaban un automóvil incendiado en las vías del FF.CC. Roca a la altura de Berazategui, provincia de Buenos Aires, en conmemoración del 17 de Octubre. La cobertura de su compañero –que pierde la vida- le permite escabullirse. Lo que sigue es el relato de Víctor Hugo “Beto” Díaz dado a Mariano Pacheco en su folletín digital “Montoneros Silvestres”, que dice así: “Tras la muerte de Horacio, Beto se dirige a la casa de una compañera en Florencio Varela. Ella le plantea que no sabe realmente si tiene o no una ‘boleta’ (una muerte) encima y entonces, a modo de precaución deciden ‘levantarse’ (irse). En el camino se cruzan con una patrulla policial que comienza a dispararles. Es la segunda balacera a la que se ve expuesto Beto en pocas horas. Nuevamente logra salvar su vida, aunque herido de gravedad. La compañera en cambio es herida de muerte por las balas de la represión (María Cristina Barbeito. Ver su registro). La compañera alcanza a dejar a su nene en el piso. Así logra salvar su vida –relata Beto-. Luego, por el cuñado de ésta compañera, nos enteramos que Pedrito fue recuperado por la familia. También que Paz era el apellido del ‘cana’ que disparó. Un tipo morocho, fortachón, ducho en el manejo de la ametralladora. El coche en el que se dirigían quedó destruido, producto de las ráfagas de fusil FAL, de ametralladora y de escopeta que recibe. ¿Cómo te salvaste? pregunto. Beto me cuenta que los tipos no dejaban de avanzar, se desplegaban abriéndose en abanico. ‘Pero yo me sigo defendiendo, los repelo con mi 9 milímetros’. Es ahí recién cuando puede salir del auto. Pero la compañera ya estaba muerta. ‘Salgo y empiezo a correr. Ellos me persiguen’. En un momento, cuando cree que lo están por agarrar, cuando ya no tiene fuerzas y escucha que le gritan ‘alto’, ve que hay un milico que está apuntándole de rodillas con un FAL. ‘Me quedaba el último tiro. Así que disparo y comienzo a correr. Yo esperaba que me remataran ahí mismo, mientras me escapaba. Pero evidentemente los tipos tuvieron miedo o algo, porque se metieron en la camioneta para perseguirme todos juntos. Yo corrí y corrí, hasta que los perdí’. Así, todo ensangrentado, se va caminando al centro de Varela. En un momento no da más. Ya no tiene fuerzas. ‘Golpeo una puerta y me atiende una señora con un nenito. Le digo que no se asustara, le cuento lo que me pasó y que necesitaba ayuda, la mujer salió corriendo. A mí solo me quedaba la pastilla de cianuro. Pero llega el marido en un Fiat 600 y me dice que me lleva a donde yo quiera. Y fui, adelante. Ya no podía manejar, ni caminar. Le pedí una frazada, estaba desangrándome. Seguimos en el auto y en la rotonda de Mosconi vemos que estaba todo el ejército. No tengo escapatoria –pensé-’. Los militares habían supuesto –acertadamente- que de escaparse lo haría por ahí. Pero al ver pasar el auto, despacito, no sospechan nada y no lo paran. ‘Le pedí a mi acompañante que me llevara a Ezpeleta, a la casa de mi hermana. Ahí estuve dos días. Mis hermanos, desesperados, van en busca de médicos, pero no los consiguen. Entonces mandan a buscar un estudiante de La Plata, que estaba haciendo su residencia en una sala de Villa España’. Cuando pasan delante del control que el ejército había apostado frente a la fábrica Ducilo, los detienen para interrogarlos y les dicen ‘Hay un Montonero herido en la zona ¿a dónde van con este médico? Y el muchacho les hace el verso de que tenía una abuela enferma en Quilmes. Finalmente los dejan ir. La hermana de Beto ve que los siguen y entonces se meten por calles internas’. ‘Los tipos -continúa relatando Beto- se vuelven locos y cuando llegan a la casa de mi abuela terminan metiendo a todos en cana’. Al día siguiente, herido como estaba, cuando Beto ve que no llegaban ni el médico ni sus familaires, pide que lo saquen de ahí. Envuelto en una frazada sube a un taxi y recién ahí, tres días más tarde, puede tomar contacto con sus compañeros, que lo pasan a buscar. Eran las 21.30 hs. del martes. Tras la operación Beto pasa toda la noche con fiebre. Ya no se podía mover de la cama, darse vuelta, nada. Mientras tanto, el ejército realizaba rastrillajes por toda la zona. Como no habían conseguido anestesia tuvieron que operarlo con silocaina. Carlos Segismundo Caris (ver su registro) que estaba terminando la carrera de Medicina en La Plata y era además miembro de la estructura de sanidad de la organización, junto con su mujer Nora Alicia Larrubia (ver su registro), le salvan la vida. Treinta y cuatro años después Beto sigue con vida. Adentro aún lleva el recuerdo de María Cristina, de Enrique, de Carlos y de Nora. También lleva adentro esa bala de FAL que nunca se pudo sacar”. Cabe acotar que luego de todos estos hechos relatados, su familia se vió obligada a exilarse en Brasil para evitar represalias. Víctor Hugo siguió resistiendo a la dictadura militar videlista hasta enero de 1979 cuando viajó a México, y volvió a la patria ese mismo año para sumarse a la contraofensiva montonera. Trabajó en talleres de carpintería, enchapado de muebles, fabricando cajones de cerveza y en distintos establecimientos fabriles del conurbano bonaerense. Con el retorno de la democracia participó en la formación de Intransigencia y Movilización Peronista (IMP) y luego de la disolución del grupo en 1984, no volvió a militar en forma orgánica, pero si se vinculó activamente a la lucha de los organismos de Derechos Humanos.