“Gringa”. “Celeste”. Dicen que existió una muchacha que había nacido en Avellaneda, provincia de Buenos Aires en un hogar acomodado, un 2 de enero de 1952, en el seno de una familia de tradición judía. Concluyó su secundario en el Liceo Nacional de Señoritas Nº 1, José Figueroa Alcorta, en Capital Federal. Siempre alegre, optimista, con sus ojos azules desmesuradamente abiertos, Diana Beatriz Fidelman, pasó por la vida haciendo el bien y tratando de solucionar los problemas de los demás. Estudiaba Arquitectura en la Universidad Nacional y Popular de Buenos Aires (UNPBA). Llegó a Córdoba poniendo distancia a un matrimonio que no anduvo; recién llegada a la Docta comienza a trabajar en una imprenta del Barrio Alberdi. En cierta ocasión caminando por la vía pública cruza su mirada con Alfredo Tello, con quien construirá una hermosa pareja de amor y militancia. Olga, hermana de Alfredo, cuenta que ambos vivían con ella en el barrio Alta Córdoba y aclara que pese a venir de una familia acomodada, para Diana el buen pasar económico le resultaba del todo indiferente: “La de ellos era una casa muy humilde. En esa época tan dura… estaban viviendo en un cuartito que era la cocina de la casa. Les pidió a sus padres que vinieran a conocernos. Era una familia muy bien, y ella estaba en la última, durmiendo ahí, en la pobreza. Así uno podía apreciar lo que era ella realmente como persona, comprometida con sus ideales”. Detenida en la Unidad Penitenciaria N° 1 de Córdoba, desde el 18 de agosto de 1975, Diana, sufrió torturas terribles en su doble condición de peronista montonera y judía. Por ejemplo, una vez la obligaron a defecar en el suelo y a comer sus propios excrementos además de violarla, como era de práctica en estos casos. Siempre resistió con entereza y dignidad sin quebrarse ni pedir piedad. Cuando Diana estaba detenida, Olga iba a visitarla con alimentos, golosinas y cigarrillos. Alfredo se vio en la obligación de refugiarse, por lo que su hermana quedó como encargada de llevarle las cartas que él escribía… “Lo más importante para ellos era la cartita que yo llevaba todos los domingos. La hacían en papel finito con letra bien chiquita, y la doblaban en varios pliegues. Luego la metíamos en esas bombitas de agua que se inflan. La hacía un bollito y la metía en mi boca. Así pasaba la carta para ella, y así volvía para mi hermano. La boca era lo único que no revisaban. Era lo único que le podía llevar de él, lo único que podía sacar de ahí adentro. Se amaron mucho”. El 17 de mayo de 1976, Diana fue sacada de la cárcel para matarla, inventando un intento de fuga fallido. Un testigo ocasional relató que cuando sus victimarios la bajaron de un vehículo con otros presos políticos para fusilarla, una voz gutural desde la oscuridad ordenó que corrieran. Pero Diana no corrió, por el contrario, se plantó, se volvió y le dijo: “¡No seas cobarde. Matáme de frente, hijo de puta!”. Las balas perforaron su cuerpo, pero también en ese gesto último grabaron su paso eterno a la posteridad. La asesinaron en la calle Neuquén y la costanera del Río Suquía, cerca de la cárcel de San Martín.