“Alicia” en la Orga. “La Rusa” en el barrio. Nacida el 29 de agosto de 1941 en Buenos Aires. Venía de la izquierda nacional y se sumó al peronismo. Trabajaba en un negocio por el centro de la ciudad de Bahía Blanca, y siempre pasaban por los altoparlantes un tema musical que estaba de moda y que lo cantaba un pelado de fama efímera que se llamaba Heleno (publicitado como “La rodilla que canta”) y cuyo título era precisamente “la chica de la boutique”. Tucho pasaba silbando por el local todos los días y le dedicaba el tema. Catalina formó pareja con Tucho; es decir, con Heldy Rubén Santucho (ver su registro) y tuvieron 3 hijos: Mónica, Alejandra y Juan Manuel. Ambos militaban en Montoneros en la ciudad de Bahía Blanca en la unidad básica de Ingeniero White denominada “Evita Montonera”. Quien la frecuentó en vida, Enrique Ferrari, la recuerda de éste modo: “Muchas veces en nuestras discusiones políticas, en donde los hombres hablamos y gritamos más de lo debido, las compañeras que formaban nuestro grupo, por suerte no eran calladas y discutían a la par nuestra. Recuerdo que la Rusa muchas veces fue la voz que supo definir y ubicar algunas cuestiones que los hombres no sabíamos saldar. Con su forma de ver y entender las cosas, con su voz segura supo poner orden a la reunión más de una vez. Cuidaba mucho de sus hijos, no sólo en la casa, en la militancia cargaba con ellos como una parte más de todos sus días. Con ese cariño que prodigaba a sus hijos también nos trataba a nosotros. Era inteligente, no recuerdo que le haya contestado mal a nadie, te sabía decir las cosas, y ubicarte por si andabas medio fuera de lugar. Esta forma de ser y de pensar fue parte de su vida, su pasión y la huella que nos dejó y por la que vivió”. Corrida por la represión, con toda su familia debió trasladarse a La Plata a fines de 1975, donde siguieron la militancia. Se alojaron en la localidad de Melchor Romero, barrio Santana, en una vivienda de la calle 138 bis entre 525 y 526. Ella pasó a ser la responsable política del barrio Elizalde, por la zona del Cementerio. Los riesgos y peligros estaban a la orden del día, pero la Rusa Ginder siempre recalcaba que ella y sus compañeros que pasaban por la misma situación, estaban jugados en su compromiso con el pueblo y con ellos mismos; y no sólo había que aguantar, sino también quedarse y organizar, porque se había decidido orgánicamente que un número importante de militantes debían quedarse en el país para garantizar la lucha política. Solía decir: “No nos interesa abandonar. Hemos aceptado la lucha. Abandonar sería una traición para todos los que confiaron en nosotros, para nosotros mismos. Sabemos mucho, tenemos conocimientos de muchas cosas. Somos parte importante de la organización. Acá no sólo defendemos esta lucha difícil, defendemos nuestra historia, nuestros muertos, nuestros compañeros. Se que estamos en un momento límite, difícil, terrible. Si lo abandonamos generaríamos más muertes y más retroceso en nuestra lucha. No somos nosotros los que podemos decidir. Estamos a mitad de camino. Podemos vencer o morir, pero abandonar la lucha resulta imposible desde cualquier punto de vista que lo mires”. En tal contexto, el 3 de diciembre de 1976, la pareja junto a su hija mayor, (Mónica-14 años), fueron secuestrados en el domicilio antes citado, que compartían con otros compañeros. Durante el operativo que estuvo a cargo de Policía Federal, Policía Provincial y Ejército, Catalina y Heldy Rubén fueron asesinados. Sus cuerpos ingresaron al cementerio de La Plata como N.N. Mónica pudo salir antes del enfrentamiento por gestión de sus padres antes los esbirros, pero de allí los represores se la llevaron con vida para luego torturarla y asesinarla, pese a su corta edad. Su cuerpo fue identificado en noviembre de 2009. Las Abuelas de Plaza de Mayo comunicaron el hallazgo de los restos de la niña Mónica Gabriela Santucho, ya que su caso “es una muestra más del accionar de los genocidas que además de secuestrar y robar bebés, asesinaron niños y adolescentes que por su edad no podía ser apropiados”. Volviendo al lugar de los hechos, sus dos hermanitos quedaron con los vecinos en custodia por orden de los milicos, hasta que le buscaran familia sustituta afín ideológicamente; en una oportunidad regresó el Ejército al barrio para desmantelar la casa y una vecina preguntó por Mónica y cínicamente le dijeron que estaba bien. Pocos días después los compañeros de sus padres se disfrazaron de cirujas, cruzaron la ciudad de punta a punta en un carro tirado a caballo con restos de comida para cerdos y metieron a los chicos adentro de unos tachos o tambores y los llevaron a una villa de la Capital para luego contactar a sus abuelos maternos en Ezeiza y dejarlos con ellos para su crianza. El compañero antes citado, Enrique Ferrari, reflexiona: “La familia Santucho-Ginder se defendió hasta la muerte con la convicción de las banderas que defendían, con el honor de militantes populares y con el orgullo de pertenecer al pueblo que defendían”. Nada menos. Y sigue: “Varias horas de descarga mortal, de una fuerza combinada de criminales bien pertrechados militarmente, contra una vivienda unifamiliar, de pobre construcción, humilde, que no se asemejaba a un cuartel ni de casualidad, y contra unos militantes que combatían en inferioridad de condiciones… la muerte fue el resultado de la balacera. No solo cayeron estos compañeros, también el derrotado fue el pueblo argentino”. Según fuentes confiables, en el tiroteo suscitado, los Santucho matan a un oficial torturador y eso enfureció aún más a las hordas armadas ya que no era cualquiera, sino la mano derecha del torturador y asesino comisario mayor Miguel Etchecolatz, hoy cumpliendo prisión perpetua de por vida por ser causante de tantas muertes y aberraciones. Pasaron los años y cierro la reseña con una anécdota contada por Alejandra Santucho la hija de Catalina Ginder, ocurrida en el momento en que deben irse de Bahía Blanca luego de estos sucesos que se narran: “Yo era muy chica. Juanma tendría 5 ó 6 meses y yo 8 años, vivíamos en la calle Mascarello y creo que recién se había muerto Perón. Una mañana, muy temprano, Mónica se iba a la escuela y cuando sale, la casa estaba rodeada de milicos, entró corriendo reasustada y le dijo a mamá, mi viejo no estaba. Entonces sale mi madre y les preguntó que querían, eran los de Prefectura con algo de apoyo del Ejército y le mostraron una orden de allanamiento –por ese entonces todavía pedían permiso los putos-; mi vieja estaba recaliente y empezó a los gritos diciéndoles ‘No sé qué carajo quieren, acá no hay nada, lo único que van a encontrar es chicos durmiendo’. Demás está decirte que lógicamente se llevaron de todo: panfletos, carteles, banderas con la insignia montonera, hasta una tacuara había en casa, y en el medio del allanamiento mamá me acostó en la cama de ella con Juanma, porque por supuesto debajo del colchón estaban los fierros. Yo recuerdo que lo único que me importaba que no se llevaran, era un disco que había en el Wincofon, que eran canciones montoneras las cuales yo escuchaba siempre y me encantaban. Hasta allí la anécdota graciosa. Ese mismo día nos tuvimos que ir de allí prácticamente con lo puesto, y a la noche como era lógico cayó la patota y destrozó la casa. Ese fue un quiebre en nuestra historia…”.