Entre muchas de sus acciones solidarias puede contarse haber sido parte de la mano de obra para eregir el monumento que homenajea a los compañeros caídos de la Facultad de Ingeniería de La Plata, por la zona del Anfiteatro, obra del arquitecto Osvaldo Bidinost. Viernes 29 de noviembre de 2013. Nos cuenta Marcelo Molina: “Algunos de ustedes ya lo saben, los que lo han conocido, pero la gran mayoría, que estuvo lejos de su práctica militante, no. Por esto les cuento… Andaba por debajo de los sesenta años, edad muy improbable, siquiera de concebir, para todos nosotros en aquellos tiempos. Años que vivió reiterando las maneras del militante peronista revolucionario. Su vida fue la acción política, y si se nos murió es porque su salud, que tanto descuidó, que tanto postergó, era un gran peso para él, porque el método para sostenerla, lo habría obligado a ocuparse sólo de sí mismo, cosa que le era inconcebible, pues le quitaba tiempo de buscar. Daniel, el ‘Negro’ Daniel, era un genuino representante de Nuestra América, misturados en su cuerpo los originarios y el europeo, tenía el aspecto de un adusto león rústico, dulcificado por una sonrisa de hombre bueno. Pobre de toda pobreza, Daniel era un mentís al modo de existencia capitalista. Vivió sin un peso, ¿Por qué para qué querría él un peso? Le alcanzaba con algunos mates y un ropaje andrajoso, aunque prolijo y mantenido a parches, como los de aquellos caballeros paupérrimos que nos pintó Cervantes. Así, era un hombre libre, soberano. Exento de necesidades mundanas había renunciado, si alguna vez la tuvo, a la idea de un trabajo regimentado. Cuando era conveniente, se lo vería pintando un muro, clavando unas tejas, revocando una pared. Un rato nomás, porque cualquier tarea –incluido el mismo descanso- le restaba tiempo para hacer política. Porque Daniel fue un constructor infatigable del Peronismo. Metido en todos los andurriales, iba a toparse con los más infelices -aquellos que están en la difusa frontera entre la muerte en vida y el lumpenaje-, a proponerles una forma de organización que los restituyera como hombres dignos: la militancia. ¿Cómo haría con su calma y su discurso parsimonioso frente a la -tantas veces inexpugnable- muralla del sufrimiento que provoca la marginalidad? En ocasiones me lo pregunté y frente a su tumba tuve la respuesta: un muchachito con el pelo pintarrajeado había venido a despedirlo con un ramo de flores y a agradecerle lo que había hecho por él: sacarlo de la falopa, ilusionándolo con un mundo basado en la generosidad y el compañerismo. Y lo había conocido en la parada del micro… ¡Esto es lo que hizo durante toda su vida Daniel!: la persistencia en descorrer el oscuro telón de la injusticia que oculta la posibilidad de la sociedad humana fraterna. Creo yo que Daniel nunca se enteró de la derrota. En todo caso fue para él una cesura temporal ¡Allá se fue el ‘Negro’ Daniel! Con seguro rumbo, al exigente y exclusivo Olimpo de los revolucionarios, ya tan poblado. Para nosotros, que tantos fueran a los basurales, las zanjas, los calabozos, las aguas sucias, las tumbas innominadas, fue una pequeña reparación acompañarlo a un sitio determinado, señalado por una cruz cristiana -porque Daniel lo era- y despedirlo con nuestras consignas y aplausos. Se llevó prendida en el pecho una estrella montonera. Quien se lo hizo, sabía que amaba por sobre todas las cosas su condición de montonero… Y una bandera plegada del Movimiento Evita ¡Compañero Héctor Daniel Izaguirre, hasta la victoria siempre!”.