Era el “Teniente José”, jefe de un pelotón especial de Montoneros que atentó contra la vivienda particular del genocida jefe de la Armada, Armando Lambruschini, el 1° de agosto de 1978, haciendo volar parte de su departamento. Muy desgraciadamente, en esa acción falleció una hija del marino. El estudiante de Ingeniería, Roberto “Tanga” Lazzara, como también lo conocían todos sus amigos, fue secuestrado por el Ejército y murió en la tortura. Cuenta Mario Villani en su libro “Desaparecido. Memorias de un cautiverio” escrito con Fernando Reati: “En el CCD Olimpo, en octubre de 1978, me tocó presenciar el caso de un muchacho a quien, después de picanearlo, le hicieron el submarino húmedo en una letrina del baño, accionando incluso repetidas veces la descarga para ahogarlo más. El muchacho entró en coma y lo llevaron a la sala de inteligencia donde nos obligaron a varios del consejo a darle respiración artificial por turnos, para revivirlo. Víctor (el médico prisionero Jorge Vázquez) controlaba la operación, pero el corazón del torturado latía tan débilmente que con el estetoscopio no se alcanzaba a percibir si seguía vivo. Entonces Víctor le insertó entre las costillas una aguja hipodérmica para ver si la cabeza de la aguja se movía en señal de que el corazón seguía latiendo. Con la aguja así clavada le dimos respiración artificial mientras empujábamos con fuerza sobre el tórax. Cuando me tocó el turno entré en pánico por temor a matarlo accidentalmente si presionaba demasiado y la aguja le penetraba el corazón. El muchacho desnudo continuaba inmóvil sobre una manta en el piso y, junto al miedo a matarlo, me preguntaba si tenía sentido salvarlo para que lo volvieran a torturar, ya que ese era el propósito de revivirlo. Cuatro o cinco nos turnábamos en silencio, cada tantos minutos, haciendo presión sobre su pecho. Mis dudas aumentaban sobre qué actitud adoptar ¿revivirlo o dejarlo morir? Quienes intentábamos resucitarlo eramos todos sobrevivientes de la tortura que, de alguna forma, habíamos llegado a donde estábamos ¿Tenía derecho a no darle a ese muchacho la misma oportunidad? La ecuación quedó irresuelta porque dejamos de darle respiración artificial cuando la aguja permaneció inmóvil. No murió en mis manos porque había salido por un rato de la sala de inteligencia, pero escuché decir que había fallecido. Había visto morir a mucha gente a causa de la tortura o por enfermedades, pero esta situación fue mucho más traumática. No me sentí culpable –quienes lo mataron fueron los interrogadores- pero me impactó enormemente. Muchos años después, ya en libertad pude averiguar su nombre: Roberto Lazzara, alias Tanga”.