El “Chancho” Rubén Hugo Motta nació en Córdoba Capital un 19 de mayo de 1950. El sobrenombre se lo ganó por su aspecto morrudo, uno setenta y pico de estatura, cabello algo enrulado; además, de carácter fuerte, carismático y de personalidad dominante. Empleado administrativo en la fábrica de ventiladores Heraldo Ruesch S.A, Practicaba fútbol (hincha de Instituto) y básquet en el Colegio “Corazón de María” del barrio Alta Córdoba, donde hizo la primaria y secundaria, egresando con el título de Perito Mercantil. Estudiante de Ciencias Económicas en la Universidad Nacional de Córdoba (UNC), inscribiéndose un 24 de marzo de 1969 para estudiar la carrera de Contador Público. Aprobó 21 materias. Militó en la Juventud Universitaria Peronista (JUP) donde descolló como jefe por inteligencia y méritos propios, siendo amable pero estricto y de carácter fuerte a la vez. Responsable, protector y de mirada amplia, dice de él quien lo conoció. En Montoneros era reconocido como “Emilio”. Secuestrado-desaparecido en su casa de Alta Córdoba, a la edad de 25 años, en la madrugada del 7 de enero de 1976 por la Triple A nativa, que se escondía bajo el nombre de Comando Libertadores de América, dirigida por el general Luciano Benjamín Menéndez y el capitán Héctor Pedro Vergez (a) Vargas –uno de los jefes del Destacamento de Inteligencia 141 del Tercer Cuerpo de Ejército-, cuando imperaba el Estado de Sitio en todo el país y la provincia estaba intervenida por el brigadier Raúl Lacabanne, alineado políticamente detrás de López Rega. Visto en el CCD Campo de la Ribera antes de ser asesinado. En su ya citado querido barrio de Alta Córdoba, donde estaba la Plazoleta del Ferroviario, actualmente hay un “Árbol de la Vida” que lo recuerda y que fue plantado el 17 de mayo de 2013, el mismo día y año que moría en la cárcel el “G.G.” (general-genocida) Jorge Rafael Videla. Un hermano de Motta, Alejandro Oscar, se refiere a él de este modo: “Rubén fue un hermano contenedor, guía del camino y compañero altamente comprometido con la causa revolucionaria. Hay una anécdota que lo pinta de cuerpo entero: veníamos del velorio de la masacre de los Pujadas. Allí también habían matado a María José (Coqué, para nosotros) quien militaba en la JUP de Filosofía. Era sábado. Entre otros, estaba Cacho –compañero de Coqué- que desolado, no podía parar de llorar. Entonces Rubén dijo, sentado a la cabecera de la mesa en donde escribo estas líneas: ‘Podrán perseguirnos, desterrarnos, apresarnos, torturarnos, matarnos, pero nunca van a poder detener esta fuerza de lucha para construir el mundo mejor que nos merecemos. No claudiquemos. Hay que seguir adelante por los que ya no están y por las generaciones que vienen. Aunque nosotros no veamos ese cambio, la semilla ya está puesta y el árbol crecerá algún día’. El juicio y la condena a los genocidas aliviarán un poco el dolor. Pero estas heridas nunca cierran del todo. A Rubén Hugo Motta Espeche lo lloramos, lo extrañamos y siempre lo recordaremos. Pero nunca hubo ni habrá olvido ni perdón. Él y los 30 mil siguen vivos en la memoria y en aquellos y estos renovados sueños de libertad”. No puedo finalizar esta reseña sin dar a conocer otra anécdota que tuvo como protagonista a nuestro homenajeado. Cuenta Delia Galará, compañera de militancia que “Un apasionado de las discusiones era ‘Emilio’; dulce y pausado escuchaba siempre a todos, pero porfiado en sus convicciones hasta el punto de que su propia seguridad lo tenía sin cuidado. Recuerdo una vez en un bar, donde fue imposible convencerlo de que debía ordenar un café o algo de consumisión porque sino íbamos a llamar mucho la atención de los otros clientes. Él sostuvo a rajatabla que no iba a dilapidar los recursos habiendo tantas necesidades en nuestro pueblo y pudiéndolos invertir a los mismos en revertir esa situación”.