Roberto
Baschetti

Navares, Salvador

Don Salvador Navares era campesino arrendatario en Villa Muñecas, un suburbio de Tucumán capital. De su quinta vivía y comercializaba: aves de corral, citrus y hortalizas. El motivo de tener agua fresca a mano fue la causa de que muchos pibes luego de jugar al fútbol por la zona y con el fin de volver “presentables” a sus hogares le pidieran permiso para higienizarse y saciar su sed. Los chicos crecieron y las charlas futbolísticas post-partido comenzaron a entremezclarse con comentarios sobre la realidad política y social del país, ante la atenta mirada de Don Salvador que aportaba lo suyo a las informales reuniones, recordando su niñez sacrificada en el surco de la caña y sus manos pequeñitas de entonces llenas de espinas y su cara cuarteada por las heladas. Además, se definía como peronista, porque como bien recordaba “fue la única vez que al trabajador se le reconocían en la práctica sus derechos”, para agregar: “leyes había desde el tiempo de los socialistas, y muy buenas, sólo que los ricos no le daban bolilla”. Para los ’70, algunos de los muchachitos visitantes militaban en Juventud Peronista (JP) y realizaban un muy serio y organizado trabajo social en los barrios. “El Viejo” Navares de narrador pasó a ser oyente de sueños y proyectos que nunca había ni siquiera imaginado. “¡Así deben ser los jóvenes, carajo!”, decía con entusiasmo. Pero claro, luego de la “primavera camporista” todo comenzó a oscurecerse y complicarse. El 1° de mayo de 1974 lo siguió por televisión y la retirada de los muchachos de la Plaza de Mayo la tomó como su propia derrota e indignado se le escuchó decir: “¡Viejo de Mierda, mostró la hilacha de milico!”, en referencia al general Perón. Pero dos meses más tarde con su deceso, lloró como millones de argentinos y le regaló al tres veces ex presidente constitucional –como gesto póstumo- un piadoso silencio. Se vino la represión, la Triple A, el comando Nacionalista del Norte y el comando Libertadores de América; en una palabra, la derecha militar y policial asesina. Su campito fue refugio obligado de muchos jóvenes que pasaban a la clandestinidad y además ámbito de reunión de oficiales montoneros “enfierrados” hasta los dientes por si las moscas….. En tanto afuera de la casa, Don Salvador hacía como que seguía la rutina diaria, sembrando, regando y podando cuando en realidad se mantenía atento por si caían moros en la costa. Hasta que un día la desgracia. Una mañana del ’75, en pleno “Operativo Independencia” arribó al lugar un Unimog militar con soldados armados y un oficial a cargo que pregunto por Salvador Navares. Resistió su arresto como pudo y hasta se le enfrentó al teniente que lo buscaba: “Y a vos, mocoso e’mierda, no te rompo la cabeza con la pala, porque después ustedes han de matarla a mi pobre mujer, que para eso son buenos cobardes y asesinos…!”. Lo cagaron a patadas y a piñas y hasta ligó algún culatazo. Se lo llevaron sangrando, pero ni así paraba de putearlos. Nadie sabía a donde estaba y los “muchachos” de la “Orga” obviamente dejaron de frecuentar el lugar, lamentando la suerte corrida por “El Viejo” y presumiendo que iba a “cantar” lo que supiera. Pasaron los días y nada. Ni detenciones, ni búsquedas, ni seguimientos de gente que él conociera. Es más, nadie fue ni siquiera molestado. Todos pensaron que con sus setenta y pico de años, Don Salvador, luego de la golpiza, quizás ni había llegado con vida al inevitable “interrogatorio” militar. Pasó el tiempo y no hubo novedades. Hasta su “viejita” y compañera de toda la vida, resignada, mandó a celebrar misa de difuntos. Tuvo que pasar un año para que Don Salvador Navares, así con todas las letras, apareciese devuelta por su pago: desaliñado, más flaco, en condiciones físicas deplorables. No sabía a donde lo habían llevado encapuchado, presumía que, a un lugar a campo abierto, por el olor a trébol que aspiraba y se dio cuenta que allí había mucha gente secuestrada como él, en muy malas condiciones físicas, pero no podía decir de quienes se trataba ya que no los dejaban hablar y en vez de nombre y apellido cada uno tenía un número. Pasó por golpes, azotes, palazos en las plantas de los pies, picana y hasta mordeduras de perros. Pero no dijo ni “a”; silencio absoluto. “Estos hijo’eputa conmigo se cagan”, se repitió más de una vez como manera de no caer, de darse fuerzas, de no quebrarse. Así fue que lo largaron, volvió a su pago y vivió un año más. Luego se lo llevó la muerte quizá por una inmensa tristeza que se alojó en su corazón al ver como entregaban la patria los dictadores. Pasaron 25 años y la casa donde vivía “El Viejo”, fue demolida por los nuevos propietarios de la quinta, quienes con sorpresa vieron aparecer en recovecos impensados, “embutes” prolijamente hechos e intactos. Hoy en sus pagos tucumanos, una Unidad Básica Peronista lleva el nombre de Salvador Navares.