Roberto
Baschetti

Piérola, Fernando Gabriel

“Damián”. “Dani”. Nació en Paraná, Entre Ríos, el 25 de junio de 1952. Será el segundo de seis hermanos. Su padre es profesor en Letras. Fernando gustaba mucho de los deportes; creció a dos cuadras del Club Echagüe, renombrado por el básquet y sus bailes de carnaval. Y también le dio al deporte de la ovalada, siendo jugador del club Tilcara, del Club Universitario (Chaco) y de la Selección Chaqueña de Rugby. Su secundario lo hizo en el Colegio Nacional de esa ciudad. Entre marzo de 1974 y enero de 1975 viaja por Latinoamérica, descubriendo una realidad social que lo conmueve. Militante de Juventud Universitaria Peronista (JUP) en la Facultad de Arquitectura de la UNNE. Montonero. Se gana la vida como dibujante. Vivió en Resistencia hasta 1975, cuando decidió irse a Posadas. Fue detenido en noviembre de 1976, junto a su esposa, María Julia Morresi, en la capital misionera y de ahí fue devuelto encadenado a Resistencia. “Los dos guardias que recibieron la orden de ir a buscar a la celda a Fernando mostraban cierto nerviosismo y hasta cierta vergüenza. Seguramente conocían quién era ese prisionero. Y seguramente conocían su actitud frente a la tortura cuando lo detuvieron meses atrás. Fernando había sido detenido por primera vez a principios de 1975 en Resistencia y fue alojado en la misma Alcaldía. Nos conocimos en ese mismo pabellón. Lo gastábamos por su pinta de ‘hippie’ y sus aires de poeta romántico. Parecía un actor de cine, de esos que le quitan el sueño a jóvenes y veteranas. En aquella oportunidad logró zafar recuperando la libertad en un par de meses. Claro, llegó la dictadura, de nuevo a correr de aquí para allá hasta que una emboscada militar lo volvió a atrapar. Lo torturaron como al que más. Lo humillaron una y cien veces. Lo pisotearon hasta verlo caer, caer, caer, y siempre se volvía a levantar. Ese Fernando del que hablo acá, vio ese 13 de diciembre pararse a los guardias frente a su celda. Se miraron fijamente. Uno de los ‘llaveros’ susurró: ‘Salga’. Fernando tomó su atadito de ropa con la mano izquierda y con la derecha, fue palmeando uno a uno a sus compañeros de celda. No lloró, no gritó, no pidió clemencia. Se lo veía más triste que nunca, más romántico que nunca, pero estaba entero. A cada compañero le repetía un ‘Chau, compañero, hasta la victoria’. Los guardias se honraron a sí mismos por un instante y no lo apuraron. Dejaron que se despidiera y luego lo acompañaron solemnes y respetuosos hasta el pie del cadalso, es decir, hasta las rejas de entrada del pabellón. Allí esperaban, babeando de odio, quienes daban el ‘recibimiento merecido’ a los compañeros supuestamente trasladados. Lo molieron a palos, primero. Luego, como para justificar en algo la tortura, le preguntaron: ‘¿Por qué está preso?’ Y Fernando Piérola contestó dignamente: ‘Porque soy un oficial montonero’. Lo molieron nuevamente a trompadas y patadas. Mario, que escuchaba impotente todo desde su celda, se mordió hasta sangrar las manos, para no gritar a viva voz lo que su corazón gritaba: ‘¡Grande, Fernando!’”. (Tomado del libro de Jorge Giles, “Allí va la vida. La masacre de Margarita Belén”). Está dicho, su bárbaro asesinato ocurrió el 13 de diciembre de 1976, (“Masacre de Margarita Belén”) cuando de allí lo “trasladaron” a la muerte, después de cinco horas, ¡cinco horas! de torturas. Diez años más tarde, su madre Amanda Mayor de Piérola, entrerriana, muralista, católica ferviente, aceptó la invitación de la Federación Universitaria del Nordeste y reflejó esa masacre de Margarita Belén en 53 metros cuadrados de pared que el Consejo Superior de la Universidad del Noreste (UNE) le cedió en la Facultad de Arquitectura, la misma casa de altos estudios donde había ido a formarse Fernando desde su Paraná natal. Pero la censura se hizo presente: por una decisión judicial que ella tildó de “apresurada y arbitraria”, le fue borrada con pintura blanca la imagen de un cura supervisando una sesión de tortura a un joven desnudo e indefenso, sometido a la picana eléctrica; y como no se consiguió ningún artista plástico dispuesto a la amputación, finalmente se hizo con brocha gorda. La figura y actividad sacerdotal en el mural, había sido cuestionada por los obispos de Resistencia y Corrientes. Dos años más tarde, en 1988, Amanda en silencio, restituyó la imagen polémica. Pero recién en 2004 pudo ver oficialmente restaurado el mural tras el fallo del juez federal de Resistencia, Carlos Skidelsky en su favor. Ese mismo año, el 13 de diciembre, en un nuevo aniversario de la masacre, la mamá de Fernando Piérola fue declarada “Ciudadana Ilustre de la Provincia” por la Cámara de Diputados del Chaco. Un nuevo dato aberrante que aporta el juicio a la “Masacre de Margarita Belén” en este año 2010: ll conscripto Clase 55, Alfredo Maidana afirmó que los milicos, a Piérola, “lo tenían colgado de los pies… Usaban su cuerpo para apagar cigarrillos”.