Aquí en la foto junto a su mujer Ana María Tejeda en la noche de su casamiento. Dejemos que su hermano Luis nos cuente sobre él. “Mi hermano era muy inteligente y se destacaba en todo lo que hacía, desde chico. Hizo la primaria en la Escuela Mitre (actual Fray Cayetano Rodríguez, de Tafí Viejo), donde fue abanderado. Cuando comienza el secundario, a mi papá lo despiden de Fotia (el sindicato de los trabajadores del azúcar). Creo que era la dictadura de Onganía. Sufrimos carencias económicas, así que decidió mandarlo a mi hermano a la casa de una tía, hermana de mi madre, que vivía en San Juan. Juan Carlos terminó el secundario en el Colegio Nacional de San Juan, como abanderado y con medalla de oro. Después regresó y comenzó a estudiar ingeniería electrónica en la UNT. Hizo esa carrera no porque le haya gustado sino por influencia de los tíos. La nuestra era una familia muy unida y mi hermano era obediente y respetuoso de la opinión de los mayores. A los 23 años terminó de cursar y le faltaba rendir unas materias para recibirse. Al mismo tiempo estudiaba alemán, porque sus planes eran irse a trabajar en Europa, ya que aquí no había campo de acción para ese título. Pero en realidad su vocación era la abogacía. Desde chicos, los tres hermanos (el tercero es Leandro, hoy radicado en Mar del Plata) participábamos de los boys scouts en la iglesia Inmaculada Concepción. Mi hermano Juan Carlos hizo todas las escalas del scoutismo. Pasó a la Acción Católica y después comenzó a militar en la Juventud Peronista. Por esa época llegaron a Tafí Viejo dos curas que estaban alineados con la doctrina social de la iglesia. Uno era Carmona, que después se tuvo que exiliar, y otro que estaba en la parroquia de Villa Obrera, que fue asesinado durante el proceso militar. Cuando terminó de cursar ingeniería, se casó con Ana María Tejeda. Eran muy jóvenes: ella tenía 22 y él 24 años. Los dos militaban en la Acción Católica y en la Juventud Peronista. Él entró a trabajar como promotor de seguros y enseñaba matemáticas en el mismo lugar y turno. Ella estaba haciendo reemplazos como preceptora en el colegio Nuestra Señora de la Consolación. Poco después nació su hijo y se fueron a vivir a San Miguel de Tucumán, en la avenida Belgrano. El niño debía tener unos nueve meses, cuando él sale a trabajar. Estaba comiendo algo en el Mercado del Norte y ahí lo detienen. Mucho después supimos que había sido secuestrado por Roberto “Tuerto” Albornoz (ex comisario recientemente condenado por crímenes de lesa humanidad). Durante dos meses no supimos nada de él. Mi papá era un hombre muy fuerte, físicamente, y a causa de la desaparición de mi hermano envejeció de golpe. Durante dos meses se levantaba a las cinco de la mañana y volvía a las doce de la noche, buscándolo por todo Tucumán. Intervino mi tío, Alberto René Sutter (usaba el apellido con doble “t”), hermano de mi padre, que en ese momento era director interino de Canal 10. Una persona que era muy popular, que ejerció mucha presión y consiguió que a mi hermano lo “blanquearan” (lo registraron oficialmente como detenido) y lo trajeron a la Jefatura de Policía. Mi papá pudo verlo. A los otros hijos nos contó cosas que no quería contarle a mi mamá ni a mi cuñada: que Juan Carlos había estado dos meses en la Escuelita de Famaillá, con los ojos vendados. Estaba muy flaco y pelado. Mi hermano era alto, de un metro noventa, más bien gordito (los amigos lo llamaban Gordo) y cuando lo detuvieron habrá pesado fácilmente unos cien kilos. En dos meses debe haber bajado unos 40 kilos. Nos contó cómo lo torturaban Lo ataban en un elástico de cama, metálico, lo mojaban y le daban golpes de corriente. Otros días, lo colgaban de los pies y lo introducían en un tacho con agua. La tortura conocida como “el submarino”. También lo encerraban en una celda de un metro y le ponían parlantes a todo volumen, con consignas militares, para enloquecerlo. Algunos otros detenidos no pudieron soportar las torturas y murieron. Cuando lo legalizaron, mi hermano quedó a disposición del Poder Ejecutivo Nacional, en el pabellón de los presos políticos, en Villa Urquiza. Los sábados nos permitían visitarlo. En el pabellón, los sectores estaban señalados con unas cruces que indicaban la peligrosidad de los presos. Mi hermano estaba en el sector de los peligrosos, pero la única peligrosidad de mi hermano era la palabra, porque nunca lo he visto empuñar ni un arma de juguete. Mi padre, cuando andaba buscando a mi hermano, siempre llevaba en sus manos, para mostrársela a los militares, una medalla de oro. Esa condecoración le había dado el Ejército a mi hermano, porque había cumplido el servicio en el Hospital Militar y se había destacado. Se la dieron en un desfile en Concepción, junto con Osvaldo “Cacho” García (periodista de Canal 10 recientemente separado de su cargo por su presunta vinculación con la dictadura y el secuestro de personas). Cuando mi padre habló con el teniente coronel Vera Robinson, en el Comando, y le mostró la medalla, él le ofreció la oportunidad de que mi hermano saliera del país, extraditado a Alemania o Suecia. Fuimos muy contentos a la cárcel a darle la noticia, pero él no quiso. Decía: “Yo no he hecho nada malo para irme del país. Aquí he nacido y aquí voy a morir”. Después, en mayo del 76, nos prohibieron las visitas. Fueron meses tremendamente fríos. Nos llegaban mensajes de que los habían empezado a torturar de nuevo a los chicos. Decían que les tiraban agua en la celda y tenían que acostarse en los colchones mojados. El 9 de julio sonó el teléfono en mi casa, estábamos almorzando, atendió mi padre y se largó a llorar, se descompuso. Era que el alcalde de la cárcel le comunicaba que mi hermano había fallecido de neumonía. Anduvimos cinco días haciendo gestiones para tratar de recuperar el cadáver, de nuevo con ayuda de mi tío. En ese entonces era juez federal Manlio Martínez y le rechazó todos los habeas corpus que presentó mi padre cuando mi hermano todavía estaba vivo. Debe haber presentado diez veces ese recurso. Cada vez que presentaba uno, más lo torturaban a mi hermano. Sobre ese particular tengo que decir que muchos años después, ya en la época de la democracia, había un grupo en el partido justicialista que lo proponía al juez Manlio Martínez como presidente del partido. Me daba bronca ver tanto desconocimiento de la historia y tan poca memoria. Cuando nos dieron la nota de entrega del cadáver lo fuimos a recoger con mi papá, mi cuñada y otro hermano de mi papá. Estaba en la morgue del Cementerio del Norte, un edificio custodiado por cinco oficiales del ejército y tres policías. Quisimos entrar, acompañados por los soldados, pero no se abría el portón. Empujamos entre todos y se abrió. Ahí vimos cuál era la razón de que no se abriera: el portón estaba aprisionado por los cadáveres de dos chicas, que habrán tenido entre 19 y 21 años, acribilladas a balazos. Cuando entramos a la habitación donde estaba el cuerpo de mi hermano nos encontramos con un espectáculo espantoso. Hasta hoy esa imagen me persigue, sueño con eso y me atormenta. Era mi hermano querido, el que dormía conmigo en la misma habitación hasta el día en que se casó. Estaba tirado en el suelo, pelado, muy flaco, abierto desde el cuello hasta la pelvis y con todos los órganos desparramados al lado del cuerpo. Mi papá y mi cuñada se desmayaron. Fue terrible. No lo pudimos traer, tuvimos que volver a Tafí Viejo, pagar los servicios de un señor que trabajaba en el servicio fúnebre para que pusiera en condiciones el cuerpo. No nos permitieron velarlo, ni siquiera abrir el cajón. Cuando llegó el ataúd con el cuerpo de mi hermano al cementerio de Tafí Viejo, había unas doscientas personas esperando para acompañarnos en el sepelio. Allí mi madre pidió que abrieran una tapita que el cajón tenía a la altura del rostro y pudo verlo por última vez. Fue en ese momento que mi cuñada (Ana María Tejeda) se enloqueció y comenzó a gritar contra los que le habían hecho eso a su marido. Esa misma noche (15-7-76), a las cuatro de la madrugada, la fueron a buscar efectivos del Ejército y de la Policía, y la sacaron a ella de la casa de sus padres. Dormía en una habitación con el bebé. Ella tuvo tiempo de esconder al chiquito entre las sábanas. A los padres los hicieron tirar al suelo, pero pudieron reconocer a dos de los que participaron, que son de Tafí Viejo y están detenidos desde hace pocos días, como imputados en la causa Arsenales y Jefatura: son los ex comisarios Jodar y Ugarte. Uno de ellos, Jodar, me golpeó muy violentamente en dos oportunidades, cuando yo tenía 17 años, una vez en la calle y otra en la comisaría, por el solo hecho de ser hermano de Juan Carlos Suter, que estaba preso. Después del secuestro de mi cuñada, Ana María Tejeda, volvió a peregrinar mi padre buscándola día y noche, pero no consiguió ningún resultado. Mucho después, nos dijeron que había versiones de que la mataron en el Arsenal y que fue el mismo Bussi el que le pegó el tiro. Después del final de la dictadura, unos meses después de que asumió como secretario de Información del gobierno de Fernando Riera, mi tío Alberto René Sutter me hizo llamar para contarme la verdad sobre cómo había sido la muerte de mi hermano. No había fallecido de neumonía, como nos dijeron, sino que lo había asesinado un tal cabo Carrizo, que era un sanguinario. Tal como contó en el juicio Gustavo Herrera, a mi hermano lo sacaron de su celda para llevarlo supuestamente a la enfermería, le vendaron los ojos y Carrizo lo degolló con una cadena. Mi tío me dijo que hacía unos días se había enterado de la verdad y que andaba buscando al cabo Carrizo, que tenía una verdulería en Floresta, pero los vecinos le dijeron que se había enterado de que lo andaban buscando y se había ido de la provincia”. Que se puede agregar digo yo, ante tanta salvajada de estos dictadores que destilaban odio y sangre por los cuatro costados.