Roberto
Baschetti

Usinger, Rodolfo Pedro

“Ratón”. Nacido en Rosario el 12 de mayo de 1950. Cursó la escuela secundaria en el Instituto Politécnico Superior, egresando en 1968 con el título de Técnico Electricista. Con 26 años al momento de su asesinato, llegó a cursar la carrera de Ingeniería Eléctrica hasta 3º año en la U.N.R. Trabajó como dibujante en el Observatorio Astronómico Municipal. Por ser militante del peronismo montonero fue encarcelado en una unidad penitenciaria de Salta a partir de junio de 1975. Estaba casado –desde octubre de 1974- con su compañera de militancia María Amarú Luque. Ambos –y nueve presos políticos más- fueron sacados de la cárcel por una patota militar-policial al mando del Teniente de Ejército Espeche, siguiendo órdenes del Coronel Carlos Alberto Mulhall. Fueron asesinados en lo que se conoció luego como la “Masacre de Palomitas”, el 6 de junio de 1976. Intuyendo su fin, Usinger, tuvo al menos el desahogo de gritarles en la cara “Asesinos Hijos de Puta” y trató de resistir hasta el final. Es que recordó que, a principios de ese año, la organización Montoneros había alertado sobre un posible “Operativo Mantel Blanco”, por el cual los militares comenzarían a ejecutar prisioneros políticos. Como siempre en estos casos, los militares fraguaron “a posteriori” un enfrentamiento. A continuación, su hermano Carlos, hace una semblanza de aquella niñez y adolescencia que compartió con Rodolfo: “Mis padres de clase media fueron empleados públicos, profundamente antiperonistas, en la época en que el Estado era gigantesco y paternalista, y que según los voceros del neoliberalismo debería haber conducido a la hecatombe económica, pero nosotros disfrutábamos con la deliciosa inconsciencia de los que ignoran que pocos años después recordarían ese período con la misma nostalgia con que se recuerdan los paraísos perdidos. Recuerdo comidas interminables precedidas por un plato de sopa, al que llegaríamos a detestar con Mafaldiano rencor. Largas sobremesas enturbiadas por los ‘Particulares’ negros de mi Viejo. Recuerdo también tardes de invierno con tostadas, manteca y dulces al regreso de la escuela. Recuerdo tardes de verano, después de la pileta, devorando sándwiches de mortadela y queso con voracidad de termitas. Recuerdo mediodías de domingo compartidos con tías y el alma suspendida de un hilo escuchando la transmisión de los partidos de Central. Cuesta ahora imaginar una infancia sin TV, sin videojuegos ni internet, pero no cambiaría la más poderosa ‘play station’ por un picadito en la vereda, 14 contra 18, jugando sobre el empedrado, con el empeño de una final Argentina-Brasil, y sólo interrumpido por el tránsito esporádico de algún auto, o por el llamado a comer de las madres. Juegos en la vereda, juegos en la casa, juegos para armar, avioncitos de plástico, mesas patas para arriba convertidas en veloces F1 o cápsulas especiales, fuertes donde los cowboys resistían el impiadoso ataque de los indios, revistas mexicanas, los libros de la colección ‘Robin Hood’ que devorábamos con un entusiasmo sólo comparable al dedicado a los sándwiches de mortadela. Fueron años en que compartimos casi todo: los juegos, los sueños, las peleas y abundantes discusiones zanjadas a puñetazos, donde generalmente yo llevaba la peor parte, pero con milenaria sabiduría, me refugiaba en el arbitraje de los padres, que poco podían hacer frente a las vociferantes demandas de justicia de las partes en conflicto (…) ¿Cuándo fue la última vez que nos peleamos? No lo sé, pero algunos átomos de madurez se habían infiltrado en nuestras inmaduras cabezotas y sin darnos cuenta fuimos cambiando las deliciosas rivalidades infantiles por una incipiente complicidad que nos instaló en un extraño estado de colaboración, del que ya no habríamos de recuperarnos jamás. El ingreso a la Facultad de Ingeniería en pleno ’69, año de gran violencia social, con Rosariazo y puebladas que se extendieron por todo el país debe haber sido, sin dudas, una experiencia shockeante para una persona con inquietudes sociales (…) Se que comenzó su militancia en el Ateneo de la Facultad de Ingeniería de Rosario, en momentos en que la juventud se politizaba rápidamente como reacción a la dictadura de Onganía, que había escogido a la universidad como uno de sus blancos favoritos. (…) Muchos se quedaron en la retórica revolucionaria, pero para otros las palabras no alcanzaban y decidieron unir la acción al discurso. Surgieron las organizaciones armadas y los ’70 encontraron a Rodolfo dentro de los primeros grupos de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) en Rosario, que poco tiempo después se integraría a Montoneros. Paradójicamente, en éste como en tantos otros casos, una familia profundamente antiperonista, paría un hijo revolucionario y para colmo peronista. Poco a poco abandona la carrera y su trabajo en la Municipalidad. La militancia se transforma en el eje de su vida y todo lo subordinará a ella. Ya no eran épocas de leer a Emilio Salgari; ahora, disfrutábamos del boom latinoamericano leyendo a Benedetti, a García Márquez o a Jorge Amado, redescubrimos a los grandes escritores de la literatura política argentina como Hernández Arregui, Scalabrini Ortiz, Jauretche o John William Cooke, entre otros (…) He tratado muchas veces de imaginarme como sería Rodolfo si aún viviera, ya instalado en los albores de su sexta década: pelado, seguramente algo más gordo, aunque todavía dispuesto a jugar un picadito los domingos, quizás más chinchudo y seguramente liderando alguna actividad política: en un partido, una vecinal o alguna ONG. Si él y los miles de compañeros muertos y desaparecidos hubieron sobrevivido, hubiéramos disfrutado de una clase dirigente lúcida y honesta que nos hubiera ahorrado mucho de las penurias que nuestro país vivió en los últimos treinta años. Sólo la esperanza en las nuevas generaciones, alivia la pena de recordar a aquellos que, más allá de sus errores, marcaron el camino que tarde o temprano deberemos recorrer si realmente ansiamos vivir con dignidad”.